sábado, 9 de enero de 2010

¿Sabrá Alabarces que escuchamos Morrissey?

Luego de haber defendido hace unas semanas mi tesina de grado, empecé a plantearme cuáles materias de la carrera no me habían gustado, cuáles sí y por qué motivos. Aún recuerdo el padecimiento que eran los teóricos de Cultura Popular y Masiva.

No porque no me parezca que la Cultura Popular y Masiva sea un objeto de estudio válido, sino por dos motivos. El primero de ellos es que se lo presentaba como un objeto (Cierto hacer cultural, que cumpliría, según el nombre de la materia, con dos atributos: Uno, el de ser masiva. Dos, el de ser popular) y luego, al avanzar la currícula, el Dr. Alabarces insistía con una perspectiva teórica que, por un lado, trataría de no juzgar a lo popular desde parámetros de la cultura de elite, afirmando que lo popular "tiene sus propias reglas y lógicas de apreciación de los objetos de la cultura" y por el otro, descalificaba a título personal y sin mediar justificación teórica alguna toda la programación de televisión, producción cinematográfica o discográfica que no se ajustara a su gusto particular. Y a raiz de ello (Alabarces) terminaba por concluir que lo masivo no es lo popular, y que lo popular sólo es aquello que está enmarcado como manifestación cultural de fenómenos políticos circunscriptos, afines a sus propias preferencias políticas, que no mencionaré en este ensayo. Es bien sabido a qué me refiero, que es lo que el propio Alabarces enmarca en la tradición de lo "nacional y popular". Si Alabarces estuviese en lo cierto, entonces toda la producción cultural globalizada no seria popular, lo popular estaría preso de las fronteras de la nación, la cultura de diáspora no existiría, el tango tampoco sería popular, porque se nutrió de tradiciones musicales que trajo la inmigración, como la polca alemana y ciertos géneros folklóricos del sur de italia. Los Simpsons tampoco serían populares, ni The Beatles, ni Lost, ni Dr. House, ni el fútbol,  dado que - este último - se trata de una tradición que llegó al Río de la Plata de la mano de los buques mercantes ingleses. Pareciera como si Alabarces viviera en un mundo donde no existe el sincretismo, en el cual la tarea del estudioso de la cultura fuera despotricar contra todo objeto cultural que no esté asociado a las discursividades propias que acompañaron el activismo político del que participó en su juventud.

La segunda gran causa de que sus clases me hayan parecido más un tormento que una clase, es la retórica que utilizaba para dirigirse al auditorio, dotada de una soberbia sin límite y de una verborragia innecesaria, con comentarios que daban cuenta de un resentimiento que parecía más una construcción para el mismo auditorio que la manifestación de un interés legítimo en defender lo que sugería estar defendiendo. Es un caso de construcción de su figura como académico a través de la puesta en escena de un acting que lo representaría como un "intelectual orgánico". Si bien, como sabemos, el lenguaje es performativo, el hacer performado por el Dr. Alabarces era un hacer teñido por un halo de pragmatismo egoísta. Era la representación puramente emotiva de quien sólo pretende construirse para luego permanecer. Permanecer como el evaluador temido a la hora de dar un final, permanecer como el opinólogo preferido de los noticieros cada vez que hay conflictos en partidos de fútbol.

Por eso, y por muchas otras razones que tienen que ver con que pienso que la cultura masiva es rica y que la globalización de los contenidos de entretenimiento pueden ayudar a pensar lo particular a partir de lo universal, es que me pregunto: ¿Sabrá Alabarces que escuchamos Morrissey?